El Catafracto

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martes, 26 de abril de 2011

La Neolengua, la prensa y la vulgarización del lenguaje


La neolengua de Orwell en la prensa actual


"Es una lengua sin luz ni temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los vocablos parecen viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por tabernas mediterráneas. ¡Qué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad, se adivinan tras este seco artefacto lingüístico!"

ORTEGA Y GASSET



Este es, a grandes rasgos, el destino que la Historia ha prefijado para los distintos idiomas occidentales -entre ellos, obviamente, el español- en los próximos siglos. El fenómeno de la decadencia del lenguaje es ya una realidad que muy pocos intelectuales pueden rebatir. Claro está, como señala acertadamente Ortega, que semejante desfallecimiento precede a otro de mayor relevancia: la decadencia espiritual de toda una cultura.


Por sorprendente que parezca, la cita que encabeza este artículo no se refiere a la lengua contemporánea del filósofo español, sino que hace alusión al lamentable estado del latín durante la época del Bajo Imperio romano. "Los hombre se han vuelto estúpidos", relata Ortega al describirla realidad de una sociedad que, a su juicio, caminaba hacia "una pavorosa homogeneidad". ¿No es esta la situación que se nos declara cuando fijamos nuestra atención en los jóvenes de hoy? El lenguaje cotidiano se simplifica cada vez más, y ello a causa de que lo que se quiere decir es de cada vez más simple, más tosco, más primitivo. "La sabrosa complejidad indoeuropea (el latín clásico), que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como material..." No es de extrañar, pues, que recientes estudios sobre el nivel expresivo y gramatical de jóvenes estudiantes de E.S.O., han arrojado unos resultados que ponen en evidencia, no sólo la ineficacia del sistema de enseñanza vigente, sino sobre todo la aterradora ausencia de inquietudes emocionales por parte de quienes han de tomar las riendas del futuro.

Nosotros, herederos de lo que en su día se llamó "Ilustración", contemplamos con espanto cómo todas y cada una de las formas cultas que animaban la vitalidad europea hace a penas un siglo, se descomponen y volatilizan sin que nadie asuma la responsabilidad de su conservación. El estado actual de la lengua sólo es una ramificación más de una enfermedad que, día tras día, amenaza con alcanzar proporciones gigantescas: el imperio de las masas. Ortega, por su parte, concluye de este modo su brillante exposición historiológica:

"El latín vulgar está ahí en los archivos, como un escalofriante petrefacto, testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio de la vulgaridad por haber desaparecido la fértil variedad de situaciones"

Ahora bien, ¿Quien es el agente que provoca esa terrible homogeneización? Es el espíritu de la urbe mundial, que se expande atomizando y desarraigando a los individuos hasta transformarlos en masa.



La Neolengua ¿Una realidad profetizada?

Cuando George Orwell escribió poco antes de morir su novela 1984 probablemente desconocía que, más de medio de siglo después, muchos aspectos de esa sociedad futura que plasmaba en su libro iban a guardar una semejanza con la realidad cuanto menos curiosa.

La intención de este escritor, como es sabido, era advertir de forma explícita, y recurriendo a la ficción, del peligro comunista y de las consecuencias que este régimen tendría en caso de extenderse más allá de las fronteras de Europa oriental. El pasado marxista del autor y su experiencia en la Guerra Civil española, donde fue testigo directo del férreo control que las
autoridades soviéticas y los comunistas españoles hicieron de parte del territorio republicano, explican su rechazo a los sistemas comunistas cuando gran parte de los intelectuales de izquierdas occidentales se aferraban a él como referente de sus líneas ideológicas.

Libros como 1984, Un Mundo feliz, de Aldous Huxley o Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, son ejemplos más que probados de cómo la imaginación se adelanta a los acontecimientos y de cómo estas historias se adentran en el campo de la sociología de una forma evidente. Y si la ciencia imaginada en la mente de Julio Verne tuvo una plasmación casi milimétrica de sus aventuras en la vida real, qué menos que reconocer que la mente de Orwell adelantó en 1984 algunos aspectos de gran parte de la sociedad occidental y, sin duda, de algunos regímenes políticos que han ocupado el poder a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y, por desgracia, de parte de este comienzo del XXI.


El idioma que imagina Orwell en su 1984 es explicado por el mismo autor al término de la novela: "Era la lengua oficial de Oceanía y fue creada para solucionar las necesidades ideológicas del Ingsoc o Socialismo Inglés".

Ya con esta primera aproximación aparecen los dos elementos de este idioma orwelliano: el concepto de "lengua oficial" deja de manifiesto que, ante todo, éste es un instrumento de comunicación al igual que cualquier idioma que se recoja como oficial en cualquier estado. Sin embargo, es en el segundo elemento, que hace referencia a la necesidad de satisfacer "necesidades ideológicas" donde se muestra un concepto novedoso. De esta forma, Orwell descubre que a través del lenguaje se expanden conceptos ideológicos que están necesariamente vinculados a una carga subjetiva y que en ocasiones son radicalmente opuestos al significado original de la palabra o frase en cuestión. El objetivo, según explica el propio autor, va más allá de crear un medio de expresión y se adentra en la ideología. Así, con esta lengua, cualquier "pensamiento divergente de los principios del Ingsoc, fuera literalmente impensable, o por lo menos en tanto que el pensamiento depende de las palabras".

Su vocabulario estaba constituido de tal modo que diera la expresión exacta y a menudo de un modo muy sutil a cada significado que un miembro del partido quisiera expresar, excluyendo todos los demás sentidos, así como la posibilidad de llegar a otros sentidos por métodos indirectos. Esto se conseguía inventando nuevas palabras y desvistiendo a las palabras restantes de cualquier significado heterodoxo, y a ser posible de cualquier significado secundario. [...] La finalidad de la neolengua no era aumentar, sino disminuir el área de pensamiento, objetivo que podía conseguirse reduciendo el número de palabras al mínimo posible.

Esta explicación la completa Orwell más tarde, en un mismo apéndice a su libro, donde el escritor se explaya en explicar el vocabulario que compone esta lengua, clasificándolo en tres clases:

A: Palabras de uso cotidiano y que sólo expresan pensamientos simples y objetivos.
B: Palabras que habían sido construidas deliberadamente con propósitos políticos.
C: Vocabulario que era complementario de los otros dos y contenía totalmente términos científicos y técnicos.


Toda esta amplia información acompaña la novela de Orwell, como una tesina posterior o intento de ensayo que tiene gran interés para alguien que se dedica al mundo de la comunicación. No podemos olvidar que el escritor británico y nacido en India había trabajado para el periódico The Observer y para la BBC, con lo que este especial interés por la neolengua y la extensa explicación que hace de ella demuestra que pretende hacer algo más que una mera aproximación de algo que sucede en la novela. Su experiencia como periodista es un hecho que añade especial valor a su tesis sobre la neolengua y por el que nos parece de vital importancia acercarnos a una obra que esconde continuas referencias al uso que el poder hace del lenguaje y, en concreto, al propagandístico papel que desempeñan los medios.




El lenguaje de los medios

Un primer acercamiento a la realidad de los medios de comunicación nos revelerá de inmediato la importancia que tienen para informar a todos y cada uno de los individuos de los acontecimientos que suceden en el mundo y a los que sus habitantes no pueden acceder de forma directa, por lo que es necesario un intermediario que acerque a la población la realidad que no está a su alcance.

Sin embargo, más allá de esa primera aproximación, descubrimos que existe un papel educador y formador que ejercen los medios y que, pese a que pueda pasar desapercibido, resulta de gran trascendencia en el desarrollo y conformación de una sociedad, lo que ha provocado, además, que los medios entren a formar parte junto a estados, organizaciones internacionales o multinacionales de lo que podemos calificar como el establishment.

Este papel, que en principio debería ejercerse con la máxima responsabilidad, es utilizado en multitud de ocasiones para promover y atraer a la sociedad hacia unas concretas posturas que, más que formar o educar, posicionan a favor o en contra de determinados actores o ideas en cualquiera de los planos de la realidad mundial. La propia limitación del individuo, que no puede informarse directamente de la realidad y que en raras ocasiones contrasta o profundiza en la información recibida, acrecienta aún más el protagonismo que ejerce los medios de comunicación para definir la sociedad y, en última instancia, para marcar sus líneas de pensamiento y actuación.





La manipulación mental de los medios de comunicación, y de todo el sistema en general, ha sido ya advertido por numerosos expertos y pocos ponen en duda hoy que los "los actores sociales con poder, además de controlar la acción comunicativa también hacen lo propio con el pensamiento de sus receptores" (Van Dijk, 2003: 21). El investigador holandés, no contento con esta afirmación, intenta esclarecer el modo concreto en el que los medios de comunicación logran dirigir el pensamiento de los receptores. Con ese fin, van Dijk ha utilizado el Análisis crítico del discurso (ACD) para estudiar las relaciones de poder, dominación y desigualdad mediante un esfuerzo por descubrir, revelar o divulgar aquello que es implícito, que está escondido o que por algún motivo no es inmediatamente obvio en las relaciones de dominación discursivas o en sus ideologías subyacentes.

Dado que el discurso es una forma de acción, este control también se puede ejercer sobre el discurso y sus propiedades: el contexto, tópico o estilo. Y puesto que el discurso influye en la mente de los receptores, los grupos poderosos también pueden controlar indirectamente (por ejemplo, con los medios de comunicación) la mente de otras personas. (Van Dijk, 2003:120)

Y obviamente, cuando se hace referencia al discurso, no se puede pasar por alto el elemento en el cual se sustenta: el lenguaje. La prueba de su importancia se evidencia en la continua pugna lingüística, que va más allá de la mera clasificación terminológica de sujetos o acontecimientos para adentrarse en la formación de una opinión pública sobre cualquier suceso.


Hoy por hoy, no queda bien decir ciertas cosas en presencia de la opinión pública: el capitalismo luce el nombre artístico de economía de mercado; el imperialismo se llama globalización; las víctimas del imperialismo se llaman países en vías de desarrollo, que es como llamar niños a los enanos; el oportunismo se llama pragmatismo, la traición se llama realismo; los pobres se llaman carentes, o carenciados, o personas de escasos recursos; la expulsión de los niños pobres por el sistema educativos se conoce bajo el nombre de deserción escolar; el derecho del patrón a despedir al obrero sin indemnización ni explicación se llama flexibilización del mercado laboral..

Estos autores, de ficciones muy reales, no hacen más que confirmar lo que Orwell apuntó en una ciencia ficción que tiene una representación bien definida en el mundo actual. Una realidad que nosotros estudiamos a través de los medios de comunicación y en los que, por lo tanto, hallamos la función que desempeña el lenguaje para modelar un sociedad que no admite ser controlada de forma explícita y violenta pero que, sin embargo, es víctima de numerosos controles.

Ahora no existe teóricamente un partido único, sin embargo, el mundo y nuestra percepción de éste nos pone de frente ante una realidad que está cada vez más globalizada, con noticias cada vez más uniformes, con medios de comunicación conglomerados en grandes emporios empresariales y con una sociedad cada vez más apática y reticente a buscar su propio criterio y que opta por repetir modelos mayoritarios.

No es descabellado entonces hacer una semejanza entre este mundo globalizado y el que imagina Orwell, pese a que en 1984 el ambiente opresivo es palpable, a diferencia de la generalidad de los países occidentales, cuya población, en su estrato medio, no está sometida de forma directa o violenta a este control.

Hoy sabemos que el ciudadano medio no permite un control directo y opresivo como el que se respira en 1984, aunque los privilegiados de este mundo son ahora víctimas conscientes o inconscientes, en la gran mayoría de los casos, de un método mucho más sutil y que, como expresaba van Dijk, sólo necesita recurrir a discursos: palabras y frases que nos recuerdan que la neolengua de Orwell está presente en la sociedad actual. La cercanía es tal que se puede tomar como propia la afirmación de Chomsky y que, curiosamente, recuerda el trabajo del autor inglés y lo sitúa sin dudarlo en la época actual.






El Gran Hermano inmenso y aún creciente, virtual, de los medios de comunicación (por no hablar de los actuales "centros de espionaje", tan buscados) deja en ridículo al bolchevique, muchísimo menos sofisticado. (Otero, 2005: 39)

La referencia de Chomsky, citada por Otero, no es baladí. De lo que se trata, según el autor estadounidense, es de la necesidad que tiene el sistema político de mantener un nivel de control sobre la población sin recurrir a la violencia física o sectaria que se daba en métodos totalitarios, tanto en los regímenes de derecha (nazismo o fascismo) como los de la izquierda (comunismo, y especialmente su variante estalinista). En este control más sutil los medios de comunicación juegan un papel fundamental como expresión directa del ya conocido cuarto poder o incluso como poderes afines al Estado. Esto no es nuevo, pero toma especial relevancia cuando la sociedad comienza a lograr un estado de bienestar y los medios de comunicación se afianzan no sólo como un intermediario entre la realidad y el destinatario, sino como un instrumento de ocio.

Y en ese momento, especialmente efervescente tras la Segunda Guerra Mundial con la aparición de la televisión, movimientos políticos como los situacionistas lo advierten de forma clara y expresa, y denuncia el uso del lenguaje por parte de los "dueños del mundo" como forma de mantener su situación privilegiada en la sociedad:
"La inversión de las palabras testimonia el desarme de fuerzas de la contestación de las que se da cuenta con estas palabras. Los dueños del mundo se apoderan de los signos, los neutraliza, los invierten". (Internacional Situacionista, 2000:342)

En vista del demostrado poder que tiene el lenguaje para crear opinión es sumamente relevante observar la terminología utilizada por los medios de comunicación e intentar demostrar que la neolengua de Orwell ha encontrado su espacio en la realidad más de medio de siglo después de que este escritor regalara a la humanidad una de sus mejores obras.




La guerra es la paz

La consigna del partido en el 1984 de Orwell es la guerra es la paz: un lema acorde con el Ministerio de la Paz, que sustituye al Ministerio de la Guerra o el Ministerio de la Verdad, donde el protagonista del libro se encarga de escribir la historia:

Oceanía estaba en guerra con Asia Oriental; Oceanía había estado siempre en guerra con Asia Oriental. Una gran parte de la literatura política de aquellos cinco años quedaba anticuada, absolutamente inservible. Documentos e informes de todas clases, periódicos, libros, folletos de propaganda, películas, bandas sonaras, fotografías... todo ellos tenía que ser rectificado a la velocidad del rayo (Orwell, 1995: 182).

Los paralelismos de lo descrito en el libro con la época actual son más que evidentes. Basta comprobar cómo el Islam dejó de ser un aliado de Estados Unidos en su batalla contra el comunismo para convertirse en el "enemigo" número uno de la sociedad occidental. Cosas similares podemos decir de China, la antigua Unión Soviética o diversos países de Centroamérica.







Evidentemente aquí se trata de una cuestión de política internacional, pero no podemos abstraernos de las asombrosas similitudes que hay entre el 1984 de Orwell y los primeros años del siglo XXI, donde la guerra contra el terrorismo sirve como excusa para limitar las libertades de la población en aras de la seguridad global, al igual que en la novela de Orwell, donde la permanente guerra –aunque con enemigos alternos– justifica el totalitarismo del Gran Hermano.

La similitud es tal que se descubre además que el lenguaje es utilizado tanto en el Ingsoc como en la sociedad actual para hacer creer a la ciudadanía que la guerra asegurará la libertad, la seguridad y la democracia. Que estas afirmaciones las haga un gobierno o un partido político es comprensible, pero no que se realicen por los medios, siempre y cuando éstos fueran objetivos y neutrales. El problema lo encontramos tan pronto como descubrimos el seguidismo que se hace de la doctrina oficial y su lenguaje. Y es que la terminología que utilizan los gobiernos para definir determinados hechos o ideas se traslada miméticamente a los medios de comunicación, que con escaso pudor optan por repetir esos términos. Conocemos además, que el léxico utilizado para informar sobre un hecho tiene un valor esencial (Van Dijk 1995: 25). Tampoco hacen faltan muchos estudios para comprender que una idea, un acto o una persona puede ser calificada de muchas formas, atendiendo a los numerosos sinónimos de los que dispone cualquier lengua y, en nuestro caso, el idioma español.

Pero más allá de que todos los ministerios o departamentos se llamen de defensa –en lugar de guerra– existen palabras que no son ajenas a los lectores de cualquier periódico y que al final puede conseguir incluso que una sociedad determinada termine apoyando una guerra.

Hay una guerra de Irak contada por los medios de comunicación occidentales y otra por los medios árabes. Hay una guerra de Irak interpretada por el Gobierno de Estados Unidos y otra por la mayoría de los Gobiernos de Europa. Existen diferentes guerras según la cuenten chiíes, suníes, kurdos, habitantes del norte, del centro o del sur de Irak, incluso del norte, del centro o del sur de Bagdad. En España hay una versión de la guerra de Irak, de su origen y sus efectos construida por la izquierda y otra por la derecha. (Caño, 2005)




Conclusión


No es difícil llegar a la conclusión de que el lenguaje puede modelar el pensamiento humano. De hecho, ya partimos con esa premisa: el lenguaje se aprende de una forma natural y, con él, puesto que las palabras no son hechos abstractos y llevan aparejados unos contenidos, se van asimilando ideas o conceptos, hasta que todo el conjunto crea un pensamiento que es personal. Los debates en la lingüística están a la orden del día y aún existen discusiones acerca de si el pensamiento humano determina el lenguaje o si, por el contrario, el lenguaje es el que engloba y determina lo que el ser humano piensa.

El problema está quizás en palabras que no tienen una representación visual, como pudiera ser el caso de libertad, democracia, justicia, o las referidas, como dijimos antes, a sentimientos o sensaciones. Sin embargo, hoy no se contempla, por ejemplo, la posibilidad de que exista una democracia que no tenga un parlamento o un congreso y, desde luego, podemos observar cómo se intenta expandir por Oriente medio un concepto de democracia occidental que choca con la población de esos países. Lo mismo podríamos aplicar a una multitud de términos que tienen una consideración distinta en cada país o incluso región y cuyo significado está determinado por los que están posesión de las palabras.

Donde tampoco tiene que haber duda alguna es al comprobar cómo las personas terminan confluyendo sus pensamientos individuales. Es algo extraño pensar que el individuo, como ser único, elabora su propio pensamiento de forma aislada y posteriormente confluye con otros. Resultaría de esta manera muy extraordinario comprobar que palabras, esencialmente aquellas que no tienen un significado fijo o concreto –referidas especialmente a contenidos o conceptos abstractos e inmateriales–, tengan la misma representación conceptual en sujetos que no se conocen y cuyas vidas apenas tienen nada que ver.

Y la respuesta viene de la mano de van Dijk, con su mirada incisiva sobre las estrategias de manipulación, legitimación, creación de consenso y el resto de mecanismos discursivos que influyen en el pensamiento, lo que conlleva la adopción de una postura crítica y de oposición contra los que ocupan el poder y las elites, particularmente contra aquellos que abusan de su situación, como es el caso del protagonista de 1984, que se rebela contra ese poder y que, curiosamente, trabaja como encargado de adecuar las noticias ya existentes a las nuevas realidades como parte de su empleo de propagandista del sistema, en una especie de gabinete de prensa que cumple su función eficientemente.

Las dudas están disipadas desde hace tiempo, puesto que, a pesar de que hay excepciones en las que el lenguaje surge de la calle y se extiende de forma incontrolada e imprevista, la mayoría de las palabras –especialmente las que pueden ser peligrosas para el Gran Hermano de Orwell– suelen tener unos significados concretos y bien definidos.

La utilización de tipos concretos de lenguaje con propósitos políticos forma parte de una larga tradición histórica en el desarrollo humano y, para comprender cualquier sistema político, debemos comprender el significado creado por ese sistema. En lugar de aceptar a ciegas el sentido, uso y verdad de los líderes políticos y las noticias, tenemos la obligación, como ciudadanos de un Estado democrático, de cuestionar, discutir y comprender el lenguaje que nos proporcionan quienes afirmar representar nuestros intereses. (Collins y Glober, 2003: 13)

La propuesta y la interpelación al individuo para que éste sea consciente del lenguaje que está asimilando no debe ser pasada por alto. De lo que se trata es de ejercer una asimilación de la información de forma activa, es decir, que el sujeto sea consciente de lo que lee, escucha o ve por la televisión. La credibilidad que se otorga a los medios de comunicación como verdaderos y fieles transmisores de la realidad debe ser desterrada de forma inmediata. Tampoco se trata de afirmar que los medios mienten, pero sí de comprender que el lenguaje que se utiliza, con sus expresiones y términos, lleva aparejado unos conceptos que están estudiados para modelar y dirigir la sociedad en una dirección determinada.

Resulta tentador entrar, en este punto, a destacar algunos aspectos que se encuadrarían en el plano de la política o sociología, pero no sería necesario, ya que el propósito no es desmitificar o criticar determinados sistemas políticos, sino comprobar que los medios de comunicación repiten una y otra vez un lenguaje que sí tiene un fin político. Aún así, sería necesario apuntar que no hay sistema político que no pretenda modelar las palabras y darles un concepto determinado –es prácticamente imposible–. Quizás, la única opción que le queda al individuo es aprender por sí mismo y comparar el lenguaje utilizado, con sus respectivos términos y expresiones, en distintos conceptos y épocas.

Y en este aspecto los medios de comunicación son los que deberían buscar esa objetividad y ser consecuentes con una terminología concreta, y no utilizarla tal y como hace un país o sujeto determinado. Los resultados serían estremecedores, ya que observaríamos cómo, por poner un ejemplo muy recurrente, los terroristas serían, según los diccionarios, los sujetos que cometen actos destinados a infundir terror. Sin embargo, tal y como son descritos por los medios, en algunos lugares y dependiendo del interés político, algunos sí son terroristas mientras que otros sujetos, con actos similares, no sólo no son calificados de tal forma, sino que pueden ser considerados como ejemplos para la ciudadanía.

La solución a esta disfunción del lenguaje parece compleja, puesto que el idioma es algo vivo, que evoluciona cada día y que se enriquece o se empobrece –según las opiniones– con las diversas aportaciones que vienen de otros idiomas, de otros países o de distintos estratos sociales. Lo que no parece tan complejo es exigir a los medios que no caigan en el error de repetir el lenguaje que nos indica la fuente y, especialmente, cuando la fuente tiene la osadía de afirmar que está en posesión de la verdad. Posiblemente la única solución pasa por informar, dar los hechos, describir los acontecimientos y que sea el receptor de la información el que decida valorarla y aplicar los calificativos o términos que desee. Puede que sea posible, pero no parece sencillo.



Bibliografía
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