El Catafracto

El Catafracto

martes, 5 de julio de 2011

Libros: Tratados Morales de Seneca



En un mundo inmerso en el hedonismo y el permisivismo, dónde el placer y la riqueza se han convertido en valores máximos prácticamente indiscutibles, resulta un poco difícil exponer la filosofía de los últimos estoicos romanos. Y, sin embargo, resulta bastante apropiado si uno tiene en cuenta que estos filósofos vivieron y escribieron en un mundo que, en muchos sentidos, resultaba muy similar al nuestro. Porque Séneca, Epicteto y Marco Aurelio fueron testigos del mismo hedonismo y de la misma relajación moral que observamos hoy por casi todas partes. Sólo que nuestros actuales intelectuales, cuando se trata de ellos, los relacionan con la decadencia del Imperio Romano mientras se resisten a admitir que, dados los mismos síntomas y por los mismos motivos, Occidente se halla hoy prácticamente en la misma decadencia. Con lo que Oswald Spengler tiene amplias posibilidades de terminar teniendo razón.

En las obras  de estos estoicos uno se topa a cada paso con el concepto de la virtud. No deja de ser sintomático que hoy resulte necesario explicar el término para guiar al lector. Por de pronto, establezcamos qué NO es la virtud estoica. No es, como muchos imaginan, algo limitado al pudor o a la moralidad sexual. La moral estoica, si bien incluye y exige un comportamiento sexual digno – excluyendo contrario sensu a la lascivia y a la lujuria desenfrenadas – va mucho más allá de la simple erótica y, por lo tanto, la virtud, tal como la entendían los estoicos, es algo muchísimo más amplio que la preocupación por establecer quién se acuesta con quién y por qué. En realidad, si pusiésemos a la moral sexual de griegos y romanos un poco bajo la lupa muy rápidamente nos daríamos cuenta de que esa moral aceptaba con naturalidad y hasta indiferencia cosas que nuestra moralina burguesa de tan sólo un siglo atrás habría condenado escandalizada. Y hasta cosas que cualquier moral sana y robusta rechazaría asqueada; los primeros cristianos no exageraron en absoluto cuando condenaron en durísimos términos las perversiones paganas.

Pero vayamos a lo positivo y veamos brevemente qué entendían los romanos cuando hablaban de virtud. La etimología de la palabra puede llegar a resultar bastante curiosa para una persona actual. “Virtud” proviene del latín “virtus” que, a su vez, se relaciona con “vir”. Su significado principal es el de “valor” o “valentía” y más propiamente de “valentía física” ya que “vir” o “vis” se traduce por “varón” o “fuerza”. De allí términos como “virilidad”,  “virulencia”; incluso “virtual”, indicando que algo tiene fuerza a pesar de no ser real.

El hecho es que, además de estos juegos de etimología (que rara vez son para confiar del todo), en la Roma antigua las personas de sexo masculino se distinguían en dos clases muy diferentes: por un lado podemos hacer referencia a los “vir” o “varones” y por el otro a los “homo” u “hombres”. El “varón” romano es asimilable a los conceptos de señor, guerrero, hombre libre, propietario de bienes y personas, mientras que el “homo” (que quizás tenga algo que ver con “humus” – tierra) es prácticamente el esclavo, el siervo (“servus”), el subalterno. La “virtus” correspondía, naturalmente, al “vir” o “varón” y marcaba el comportamiento que le permitía conservar su estado de Señor y hombre libre mientras que al “homo” le correspondía la “humanitas” que marcaba el comportamiento del siervo, del esclavo, de la persona dominada.

No deja de sorprender la metamorfosis que han sufrido estos conceptos con el tiempo. No habría que forzar, para nada, los argumentos si se quisiera demostrar que la idea del “vir” o la virilidad se halla hoy fuertemente devaluada mientras que el concepto de “homo” o “humanidad” goza – al menos en el ámbito de lo “políticamente correcto” – del mayor de los prestigios. Incluso en esta traducción se ha optado por emplear el término “hombre” ya que “varón” sonaría a arcaísmo para la gran mayoría de los lectores de hoy y “hombre”, mal que bien, todavía tiene una reminiscencia de generalidad. Y la aclaración es necesaria porque no sólo hemos perdido el uso y hasta el significado de la palabra “varón” sino que, gracias a un feminismo que reclama todos los derechos sin hacerse cargo de casi ninguno de los deberes, el empleo de la palabra “hombre” casi ha perdido su significado universal como sinónimo de “ser humano”. Con esto de haber perdido el concepto de lo varonil y haber exagerado el concepto de lo humano hasta la sensiblería, un romano de la época de Séneca diría que nuestra civilización se ha afeminado al tiempo que ha adoptado una moral de esclavos.
Es que la Antigüedad tenía una concepción muy diferente de estas cosas. Según Platón, el hombre dispone de tres grandes recursos para conducirse por la vida. Estos recursos son: el intelecto, la voluntad y la emoción. A cada uno de estos recursos le corresponde una virtud. La sabiduría es la virtud del intelecto que nos permite diferenciar lo correcto de lo incorrecto y saber cuando y cómo hacer las cosas para que estén bien hechas. La valentía es la virtud de la voluntad. Gracias a ella tenemos el valor y el coraje de hacer lo que la sabiduría nos dice que hay que hacer. Y por último, la disciplina es la virtud de las emociones y nos permite controlar todo aquello que nos impulsaría a alejarnos o dejar de lado los deberes dictados por la sabiduría.

En términos generales, ésta era la idea que sostenían los estoicos romanos cuando hablaban de virtud; por supuesto que con matices e interpretaciones personales. Más tarde, el cristianismo heredaría el concepto y lo desarrollaría concibiendo las tres virtudes teologales de Fe, Esperanza y Caridad, junto con las cuatro cardinales de Prudencia, Fortaleza, Justicia y Templanza. Y ya que mencionamos la moral cristiana como heredera de al menos buena parte de la moral estoica, forzoso es, también, marcar algunas importantes diferencias.

El estoicismo surgió originalmente en Grecia y se desarrolló a partir de las enseñanzas de Zenón de Citio (336-264 a.C.), fundador de una escuela de filosofía que tenía su sede en un lugar denominado "Stoa Poikile" que significa "pórtico decorado". El lugar - la Stoa - se convirtió luego en el nombre de toda la escuela filosófica y es la última de las famosas escuelas de la Atenas antigua. Pertenecieron a ella en la primera época (Siglos III a II AC), Zenón, Cleantes y Crisipo. En la segunda época (Siglos II a I AC) se destacan Panecio, Posidonio y Cicerón.

Al final del siglo II a.C., la filosofía estoica estaba firmemente asentada en Roma, tanto en las clases nobles como en las menos aristocráticas. Llegó a ser bastante popular en el ejército - al igual que el arrianismo cristiano unos siglos más tarde - ya que su prédica de la indiferencia frente a las adversidades se condecía muy bien con el espíritu guerrero de las legiones. A su vez, las clases más altas se sintieron atraídas por su apelación a la “ciudadela interior” y, en ese entorno, intelectuales del calibre de Séneca, Epicteto y el emperador Marco Aurelio fueron los últimos exponentes del estoicismo.

La moral de los últimos estoicos romanos es sin duda admirable en muchos aspectos y, como ya se ha dicho, resulta sorprendentemente actual, dada la situación en que se encuentra Occidente. Pero hay algunas cosas que, no obstante, molestan y mueven a crítica. Una de ellas, probablemente la principal, es la falta del concepto de trascendencia. Para los estoicos que estamos comentando, los dioses existen, la fe en ellos existe, la Creación existe, la espiritualidad existe, el orden divino del Universo es real, pero en última instancia nuestra existencia terrenal es lo que tenemos y es lo único que tenemos – lo demás son meras especulaciones. Hablando de “el problema del mal” y de responder a las preguntas de “¿Por qué habremos de sufrir? ¿Por qué habremos de morir?” Hilaire Belloc comenta, respecto del estoicismo:  «Otro camino, que fue el favorito de la alta civilización pagana de la que surgimos – el camino de los grandes romanos y los grandes griegos – es el camino del estoicismo. En forma vulgar, podríamos llamarlo “la filosofía del sonríe y sopórtalo”. Algún que otro académico lo ha designado como “la religión permanente de la humanidad” pero por cierto que no es nada de eso; aunque más no sea porque no es una religión en absoluto. Esta actitud posee al menos la nobleza de enfrentar los hechos, pero no propone ninguna solución.» (Hilaire Belloc “Las Grandes Herejías”, Cap. 5 El ataque albigense)

Si bien esta actitud no resulta “completamente negativa” como Belloc afirma más adelante, es cierto que – considerando las cosas con profundidad – no ofrece ninguna solución sustancial. En alguna medida propone la virtud por la virtud misma – o  bien, según Séneca, como fuente de felicidad – lo cual por supuesto no es del todo incorrecto ni mucho menos está mal, pero no enlaza la virtud con la trascendencia; entendiendo esta última no como un “premio” a la virtud sino como el objetivo último de la vida virtuosa, que es la idea básica subyacente a la virtud cristiana no herética. En otras palabras: sin la trascendencia, la vida virtuosa poseerá motivos, pero se queda sin ese objetivo último que le da sentido en absoluto.

En Séneca, el resultado de esta ausencia de la noción de trascendencia se traduce en un rasgo particularmente desagradable del estoicismo: la justificación del suicidio. Y es un rasgo que en él no hay más remedio que tomar al pié de la letra desde el momento en que fue exactamente de ese modo que terminó con su propia vida. Por supuesto: no se trata aquí de una justificación del suicida sin consideración alguna por motivos o circunstancias. No es la cobardía ante la adversidad lo que para el estoico justifica el suicidio. Hay límites muy marcados para esa justificación: cuando a un hombre de honor ya le resulta imposible vivir una vida honorable, la decisión de continuar esa vida o ponerle fin queda en sus manos. O bien, como dice Séneca: para salir de la vida “la puerta está abierta” y es una decisión individual el cruzar – o no – el umbral que de cualquier manera en algún momento se tendrá que cruzar. Y forzoso es reconocer que Séneca hizo coincidir su acción con sus palabras. Contemporáneo de Nerón, eligió salir por esa puerta cortándose las venas antes que verse sometido a hacer el triste papel de corifeo del déspota degenerado.

Con todo, aun aceptando el ingrediente de orgullosa honorabilidad que hay en la actitud, la justificación no resiste el análisis profundo. Ya a primera vista se tiene la sensación de que a esa justificación le falta algo y, por poco que se lo piense, no cuesta mucho encontrarlo: le falta la noción de que la vida no es una propiedad individual sino algo sagrado. El individuo no tiene derecho a disponer de la vida a su antojo, en primer lugar porque la vida – su vida – es algo que le ha sido dado y, por lo tanto, no es de su exclusiva propiedad estrictamente hablando y, en segundo lugar, porque, aun teniéndola, no le es exclusiva desde el momento en que es algo de lo cual participa, siendo que la vida es un don compartido por muchos otros seres del universo. Considerándolo todo hasta las últimas consecuencias, lo cierto es que nuestra vida, en realidad, no es nuestra; nos es dada como una forma de participar, por un tiempo limitado, de un fenómeno universal cuyas causas últimas ignora hasta la más avanzada de nuestras ciencias y sobre cuya Causa Primera sólo la religión puede dar respuesta. Por eso es que a la pregunta de por qué nos fue dada sólo la religión puede contestar. Y es cierto que la filosofía, en principio, puede contestar a la pregunta de para qué nos fue dada. Pero la respuesta al “para qué” siempre será de algún modo insatisfactoria si no se ha contestado primero aquella otra del “por qué”. Nunca resultará del todo convincente una teoría que explique para qué vivimos si esa misma teoría no nos ofrece también al menos alguna idea de por qué lo hacemos.

No obstante, Séneca se deja leer con provecho. Más aun: se deja leer con placer, no sólo porque tiene algunas frases brillantes y lapidariamente certeras sino porque obliga a pensar y a repensar nuestros valores. Considerándolos en conjunto y habiendo hecho las salvedades del caso, lo que realmente asombra y sorprende en estos textos es que fueron escritos hace dos mil años atrás. Y no sólo sorprende su casi increíble actualidad sino que obliga a preguntarnos si, entre la miríada de escritores y escritorzuelos que hoy llenan las librerías con toneladas de publicaciones, acaso hay alguno – aunque sea uno solo – que, al igual que Séneca, soportaría el embate de veinte siglos sin perder vigencia.

El texto original utilizado para la presente traducción fue la versión inglesa de John W. Basore – publicada en Londres por W.Heinemann (1928-1935) en 3 Volúmenes. “De la Divina Providencia” pertenece al Volumen I y  “De la Vida Feliz” al Volumen II de dicha edición.

Denes Martos
Febrero 2009


LUCIO ANNEO SÉNECA
TRATADOS
MORALES
Traducción de Denes Martos
Edición Original: ca. 63 DC
Edición Electrónica: 2009

No hay comentarios:

Publicar un comentario